No soy una asesina

Eugenia estuvo lavando la ropa por largo rato, no le pesaba el oficio diario, pero ese sábado cargaba un gran apuro. Debía salir de casa antes de las 4pm para que nadie notara su ausencia y pudiera hacérsele posible llegar antes del anochecer que es cuando toda la familia llega a comer lo que ella prepara. Mientras se le deshace el jabón entre las manos y la ropa que enjuaga, Eugenia reconoce el dolor de vientre que provocan los embarazos y los mareos que van y vienen confundiéndolo todo. Sube su pie izquierdo a la altura de la ingle derecha para relajar el vientre, ahí se apoya y se mece un rato. Sabe, reconoce, que vuelve a estar embarazada. Lo sabe desde hace días que sus pezones se tornaron violáceos, se hincharon y su cadera se siente pesada. Lo sabe.
Eugenia tuvo que ser madre muy joven, era lo que “le tocaba”. Hoy, a sus 36 años, tiene cinco hijos que para los provida no es importante saber de quiénes son ni cómo viven, mucho menos les interesa saber cómo crecieron ni cómo fueron concebidos; a los que defienden la vida a muerte no les interesa saber cómo transcurrieron los 20 años de Eugenia con cinco bocas que alimentar y procurar. Hagámonos los ciegos, los sordos, no nos importa saber de quiénes son los cinco hijos de Eugenia en este texto.  Ella lo sabe, lo recuerda, palpa cada momento en su recuerdo, también sabe qué problemas tuvo que enfrentar con cada hijo, nosotros no, no acostumbramos a preguntar eso en las conversaciones sociales, lo que importa es saber cuánto pesaron al nacer, cuánta leche les dio la mamá, qué van a ser de grandes y lo bonitos que salen en las fotos. ¿Van a estudiar? ¿Van a trabajar? ¿Van a tener una vida? ¿Quién lo sabe? ¿Los que se oponen al aborto legal lo saben? Saben que es muy probable que no estudien, ni trabajen, ni figuren en ninguna estadística porque lo que defienden es la acción “natural” de quedar embarazada, de parir, de criar, de amamantar, de cuidar niños y jóvenes, no importa si esa acción inició a la fuerza, con un desconocido, con el padre, con el hermano, con el vecino, con el novio, con el esposo, con el del transporte público, con el de la esquina. No saben si a Eugenia la golpearon hasta dejarla inconsciente en un matorral cerca de su escuela secundaria cuando era una adolescente, tampoco se sabe si fue porque quiso tener placer con su pareja, nadie sabe si quien le introdujo el pene a Eugenia esas cinco veces hasta dejarla embarazada se iba a encargar de su responsabilidad paterna. Esa responsabilidad no importa.
Consta en las estadísticas de nuestros países que a las mujeres como a Eugenia, que trabajan por un sueldo mínimo y no pudieron estudiar una carrera, así les va toda la vida, y la cadena se les repite a los hijos y allegados. Nadie sabe, a nadie le importa porque los hijos son de la madre, crecen dentro de ella, se alimentan de ella y cuando nacen dependen de ella, en todos los sentidos, en todas las clases sociales y en todos los proyectos de Ley por no aprobar.
Ese sábado salió corriendo de su casa, donde vive con los cinco hijos, su madre y su esposo. Tomó el transporte público y se acercó al ambulatorio clínico para confirmar sus sospechas. Iba lamentándose por no haberse impuesto hace años ante los mandatos de su esposo que no la dejó ligarse las trompas en el último parto. “Las mujeres tienen una misión en el mundo, nada de ligarse Eugenia, ya ves que los míos salieron bien guapos chaparrita, nada de ligarse, lo tienes prohibido”.
¿Quién cuidaría al niño? ¿Qué le iba a decir a sus jefes? La iban a correr en menos de un mes de su trabajo sin duda. ¿Embarazada por sexta vez? ¿Cómo iba a atender a la gente en la oficina? La doctora le indicó que buscara los resultados el lunes en la mañana, pero ya hasta le había preguntado qué hacer cuando tuviera los resultados en la mano sellados, dónde podía acudir para practicarse un aborto, dónde podría ser secreto. La doctora no supo qué decirle, en su ciudad no había lugares confiables para practicarse un aborto y donde se sabía que lo hacían costaría muy caro. ¿Cómo cuánto? “Pues como 200 dólares” y solo lo hacían en secreto porque podían meterla presa si las autoridades se enteraban. Apenas era sábado.
Lunes. Prueba de embarazo positiva. Estuvo todo el día en el trabajo pensando qué hacer, con quién hablar, a quién pedir ayuda, con quién asesorarse, decirle al “responsable” que estaba pasando por un aprieto muy grande, un aprieto moral, físico y económico. El responsable la miraba de reojo entre coqueto y descarado como acostumbraba a hacer. Hacía años que quería “metérsela” como le dijo a los compañeros de trabajo, se la “quería zumbar” como dijo hace poco un senador mexicano y fue noticia en los medios. Años buscando la ocasión para atacarla. Años. Lo logró hace poco, una tarde en que Eugenia tuvo que reorganizar la zona de los archivos muertos en el sótano del edificio de su oficina. No se le hizo difícil empujarla en una esquina, taparle la boca, ponerla contra la pared, bajarle los pantalones y “metérsela” rapidito sin hacer mucho ruido, complacerse, eyacular (así se le dice) y retirarse subiendo las escaleras silbando con éxito. Para Eugenia esto fue desagradable, penoso, tristísimo, trató de defenderse sin éxito pero no es algo que le extrañe, suele pasar en todos los espacios donde su vida ha transcurrido, sabe que callar es lo mejor para que no la maten a golpes, debe limpiarse de inmediato y seguir con la vida. En  aquel momento no se le pasó por la mente que una mujer que solo trabaja, lava, plancha, desatiende y atiende camas únicamente para dormir pueda quedar embarazada otra vez,se siente gastada, vieja, sola, no cree que su cuerpo sea capaz de concebir más nada distinto a obligaciones y deudas.
Está más que embarazada, como muchas, solo que hay otras que pueden ir a hospitales donde pueden pagar, aunque sea ilegal, un aborto seguro. Reúne como puede 200 dólares en pesos y le pide a una amiga que la lleve donde practican abortos clandestinos, no hay otra manera de decidir el futuro, solo clandestinamente, ilegalmente, sin que nadie cercano sepa porque serían testigos o culpables de asesinato. Asesinato, así le llaman los “provida”, los “proiglesias dando sermones de amor”, los “promachos”, los “procastigo”, así, abortar para muchos en el Siglo XXI es asesinar. Para otros es una cuestión de derechos, del poder de decisión que tiene la mujer sobre su cuerpo.
Hanging/ Tinta y Acuarela / María Ghersi /2017 / @Ghersi_Atelier 

Es martes, Eugenia está clandestina, tirada en una camilla clandestina, con sábanas manchadas de clandestinidad  y nombres que nadie quiere repetir, mujeres que no existen, que no sienten, que son un depósito de semen, de lenguas, de golpes, de saliva, de palabras macabras, de castigo, del eterno castigo. Cuerpos de mujeres y niñas atemorizadas por querer vivir más de lo que les quieren hacer creer. Le practican el aborto sin anestesia, sin tomarle la presión, sin estudio previo alguno, sin saber nada sobre su salud, es una más, una mujer más en problemas, “ilegal y asesina”,  todo ahí es frío y silencioso, le duele hasta el alma literalmente, pero si su familia y su marido se enteran será peor. Tocará hacerse la enferma en casa un día y volver al trabajo mañana, solo pudo conseguir un día de permiso.
Cuando despierte el miércoles para bañarse habrá actuado perfectamente bien, sonreirá diciendo “buenos días” al esposo que ni la toca, ni la saluda, ni la mira, ni la determina. Habrá hecho el desayuno para todos, habrá disimulado su dolor, seguirá con la vida tal y como ella merece tenerla. Esperará el transporte en la misma esquina de siempre y tendrá que trabajar más horas para reponer el permiso de ayer. Eugenia tiene tres décadas trabajando para su familia, para todos los hombres con los que ha convivido, los que la han embarazado, los que la han abusado, los que la han castigado y maltratado, y sus hijas están aprendiendo a hacer lo mismo.
Eugenia se sienta mientras el bus recorre la ciudad lentamente, hay un tráfico insoportable, hace calor, le duele mucho su vientre, está inflamada, incómoda, sumamente triste, a nadie le gusta abortar, a nadie le gusta abrir las piernas en un cuarto secreto a que le metan artefactos en la vagina fríos de soledad y de culpa, objetos que hacen doler, que lastiman para siempre. A nadie le gusta deshacerse de nada pero hay momentos en la vida en que Eugenia ha tenido que tomar decisiones duras. Esta es una de ellas. Ella no nació con el privilegio de muchas como la hija de su jefa, que pudo pagar un aborto seguro, con la ayuda de la fundación que apadrina la Iglesia de la comunidad donde viven, que se entiende con algunos médicos de clínicas renombradas, que pudo tomar los medicamentos adecuados para que su cuerpo volviera a la normalidad, que es un secreto a voces entre los vecinos, que no es pecado para ellos mientras no lo puedan comprobar. Ella sabe que el pecado es el de los pobres, como ella, que no tienen derecho a equivocarse, pero tienen todas las garantías de ser violados y abandonados. Ella sabe que de conservar el embarazo pudo haber dado a luz en la calle o en una camilla sin sabanas que sostuvieran con calor a su sexto hijo, así paso con los que sí le nacieron. Eugenia sabe que su vida no vale nada, apenas esos 200 dólares que tardará unos cuantos meses en pagar. Eso vale.
Llora muchísimo en el camino, pero se ha convencido que es lo mejor que ha podido hacer, ha corrido con suerte hoy, no está muerta ni se ha desangrado, en unos días quizás su vientre no haya sufrido alguna infección y sus órganos no hayan padecido una destrucción definitiva. Al acercarse a su trabajo, ve cómo Marina, la hija de su jefa, se baja de un auto que tiene una calcomanía atrás que dice “Amemos la vida, no al aborto”. Se baja del transporte, pide su jugo de frutas en la esquina, entra al edificio, se pone su uniforme, y se pone a trabajar. A pesar de lo “ilegal”, Eugenia sabe que no ha matado a nadie y que se ha salvado de otros retos. Eugenia sabe que se arriesgó demasiado pero al menos seguirá vida. Tendrá vida. La que le toca, no tiene derecho a más.

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