Un retrato de la precariedad en América Latina


Revista Esferas 
Universidad de Nueva York 
Esferas Issue Eight - Spring 2018 


Convivir en espacios precarios es, por decir lo menos, una forma de vida en América Latina. Una especie de cultura de la precariedad nos sorprende pero nos define y nos persigue dentro de un mecanismo en que las ciudades son sometidas a presiones y experiencias que conducen al ciudadano a una existencia frágil, sin presente ni futuro. Es así como el ciudadano común reaprende cada tanto a ver lo precario como autóctono, la miseria como modo de vida y las ciudades como magníficas generadoras de resistencia y arte de la sobrevivencia.  La memoria colectiva se unifica en una solidaridad frágil y se identifica como una nada que muchas veces se confunde con folclore y una alegría evasiva que es la clave para sobrevivir.

Una ceguera nos inunda cuando somos capaces de tomar un café en un  lujoso centro comercial que se sostiene contra las paredes de una vecindad a punto de caerse porque los cimientos han sido calzados a fuerza y con material barato.  Un palo, una tabla, una lámina de zinc, una manguera que hace de conductora de electricidad, unos ganchos de ropa que sostienen las conexiones con el mundo exterior son los espejos que van ocultando la precariedad al mismo tiempo que la producen y la sufren los vecinos de esa mole de cemento.  Desde esa nueva arquitectura que sirve a los empresarios rapaces que pretende erigirse como barata y segura, las construcciones de diseño moderno que usan como ancla el metal y los espacios minimalistas en sitios urbanos, pasando por las largas filas de casas que simulan cajas de cerillos donde los gobiernos van a inaugurar nuevas formas de vida rural,  la precariedad nos alcanza irremediablemente, nos trata de decir que nos ayuda pero realmente nos hunde.


La precariedad la conforman el ruego, la súplica por algo que debió ser obtenido sin pedirlo. Este sometimiento nace y se multiplica en todo proceso ligado a la pobreza, a la carencia, a la dependencia y a la solicitud interminable de favores a un papá gobierno que gasta millones de dólares investigando qué acontece y al mismo tiempo esconde los números para dar a los carentes lo que no necesitan. Esto también ha causado un debilitamiento cada vez más pronunciado en el área  laboral y aquí se evidencia la improvisación de programas sociales que pretenden sin éxito subsanar la desprotección social y el abandono a los ciudadanos.

La forma de trabajo en nuestros países promueve un tipo de adaptación a una forma de capitalismo que disminuye el disfrute de la vida comunitaria en un ritmo de vida inhumano,  que detiene el desarrollo natural de las comunidades, invade la intimidad de las personas y el tiempo que podría ser libre.  Las horas gastadas en el transporte público también disminuyen la posibilidad de vivir en comunidades sanas, donde todos sostengan una barrera vecinal en contra de la inseguridad comunicándose e informándose constantemente.  Este sistema precario de acceso a los lugares de trabajo multiplica las contrariedades y oprime al trabajador promedio bajo un estrés que causa naturalmente una baja producción económica y una desesperanzada atención a su futuro inmediato.

La informalidad en el trabajo, esa que es eventual,  que hace participar a los que no figuran en ningún sistema social, en general la encarnan los que construyen los suelos donde van a ir a pisar otros.  También los que recogen la basura que otros tiraron en medio de la calle, en una alcantarilla o en una acera donde otros sembraron una planta para embellecer esa parte de las ciudades donde a veces se usa el dinero en publicitar “buenas prácticas”, éstos, casos excepcionales, de contraste, que son los que se usan para mostrar al mundo las grandes capitales y ciudades premiadas de América Latina.


Esta manía poco estratégica de construir hospitales, parques y escuelas que padecen de enfermedades estructurales  crónicas semanas después de sus grandes y fotografiadas inauguraciones son en buena parte íconos que nos definen. Lo mismo ocurre con los programas sociales que enarbolan en la teoría índices de crecimiento. Una tarjeta de descuento en un supermercado hace las veces de un programa de seguridad social que sostiene y ampara a los habitantes de una comunidad específica.  Un donativo millonario de bloques de cemento hace las veces de una política de vivienda que garantice a los recién nacidos no morir de encierro, frío e infecciones irreparables.  Una dotación de láminas hace las veces de un sistema de canalización de aguas de lluvia.  Una silla de ruedas hace las de un programa para adultos mayores y al mismo tiempo los destina a permanecer inamovibles en zonas muy limitadas porque en general, las ciudades de América Latina acaban de descubrir que hay que diseñar aceras donde las sillas de ruedas puedan circular dentro de un sistema de transporte que siempre olvida avances impostergables. Ni pensar en otras discapacidades, parece que son tratadas con lo más precario posible, la falta consciente de presupuesto.

Ni hablar de las fechas religiosas o de los calendarios que imponen a los gobernantes asistir a repartir dádivas y miserias en las comunidades más fieles a sus líderes. Muñecos de plástico fundido que se almacenan en las cañerías, licuadoras que no tienen cómo encenderse por falta de potencia en la electricidad, maquillaje para las niñas que no han cumplido ni cinco años,  trapos para usar dentro de la cocina que se deshilachan en el primer uso, lápices para la escuela que se parten dentro de alguna mochila, cuadernos de química especializada que nadie pidió, utensilios de cocina que se arruman debajo de las tarjas que usan como lavaplatos  por donde se filtra el agua y terminan repletos de moho, cafeteras que se desarman al echarles agua hirviendo, luminarias que se apagan dentro de las ramas de los árboles que ninguna institución pudo venir a podar, medicinas que se vencen antes de que el enfermo pueda usarlas, muletas que se rompen con el peso del que prefiere una Coca Cola en lugar de un vaso de agua que pudiera estar repleto de microbios porque se prefiere regalar almacenadores de líquido que invertirle al sistema que divide las aguas negras de las blancas. El mismo Papa vestido con los lujos del Vaticano habla de lo precario, lo banaliza y se burla cuando deambula alzando su brazo repleto de oro por las calles recién adornadas y pobres de nuestra América Latina.

La rabia y el resentimiento son también formas que alimentan lo precario, lo esconden y lo disimulan pero se cuela en la ansiedad, en la hostilidad en los espacios públicos, en la falta de motivos para participar activamente en las comunidades. Se nota en el día a día y se postra a las órdenes de los pocos de arriba, se desgasta en forma de queja en una oficina gubernamental donde después de escuchar al ciudadano desechan el reporte de papel en un bote que va a parar al aseo urbano. Todo esto a un ritmo enfermo cíclico que no termina en la basura que hay que incinerar porque las ciudades ya no pueden almacenarla ni ejecutar los laureados programas de reciclaje, sino que vuelve a tomar vida al otro día cuando la mujer desempleada  se gasta en el transporte lo poco que consiguió limpiando una casa para poder dejar a sus hijos a las siete en una institución de gobierno que un día tiene frutas y otros  cuatro reparte comida chatarra porque el presupuesto no les alcanza.  Debido a estos largos trayectos, a la imposible existencia de transporte escolar gratuito, a la falta de programas que incluyan obligatoriamente al alumnado por cercanía en las escuelas, por faltas en el diseño del pensum educativo y los problemas económicos de las familias es que la deserción en la escuela primaria y secundaria de personas que viven en zonas lejanas al centro de las ciudades se vuelve un problema de política pública. Otra vez se prioriza lo precario en el propio mecanismo que lo diseña y lo padece.

La precariedad se vive en cada país de formas distintas pero adquiere uniformidad en su definición y en sus efectos sociales. En un sentido literal nuestras mentes se han configurado en adornar de cultura lo precario. Simulamos entender estos temas sencillos y elementales y de todas maneras permitimos lo poco, lo aceptamos, lo vivimos, lo aplaudimos sin dar cuenta de los innumerables problemas que este enredo nos produce. Lo que era seguro lo aceptamos poco fiable, desde un sentido laboral hasta el artístico, pasando por las tecnologías y creencias, la expresión de esta cultura es en parte el desasosiego como brazo del capitalismo que se refunde con la insistencia de conservarlo todo para no perder esta irremediable identidad.

Hasta el arte que todo lo puede y todo lo ha intentado recubrir de  esperanzas, esculpiendo todo, muchas veces, no logra maquillar la verdad latente en el subsuelo de las creaciones, a veces consuela las paredes, las escalinatas, los bordes entre un barrio y otro, escribe lemas para superarse pero ella convive ahí, se mezcla, es generosa, pero se sostiene ahí, dentro de lo suplicado haciendo simbiosis con el capitalismo  que influye en todos los órdenes de relación del individuo y aunque se trate de combatir el ruego con la producción artística, el creador, vive inmerso en esa sociedad, es parte que reparte y comparte este significado pero insiste en este reto monumental.

“Reprecarizamos” entonces un acuerdo, un contrato,  que debió ser tácito entre la sociedad civil y los gobernantes, entre los municipios y los vecinos, los creadores y académicos, los investigadores y científicos,  las ciencias sociales y la humanidad. Un acuerdo de derechos irrenunciables y el de no extender la miseria a cambio de libertades y felicidad. 
El arte, como se ha dicho antes, aunque se difumine en escenarios poco sanos es el reto a las que las comunidades acuden espontáneamente  para aligerar esta carga, para cambiar el gris cemento y el cansancio en algo que se parezca a la vida. El arte es, aunque le cueste, el instrumento que tan solo por plantarse en una esquina crea una saludable preocupación por el entorno común, es el milagro que reinicia cada vez los sentidos de un transeúnte o de aquel que observa desde una ventana la vida pasar. El arte urbano es alivio y propuesta natural para el mañana, es un acto sensible que puede tocar los sentidos.  Confiemos sin remedio en los artesanos de ciudades lúcidos que fuera de toda norma actual detienen este ciclo armando espacios que nos liberan y nos hacen partícipes de nuestro futuro sin saberlo.

https://issuu.com/nyu_esferas/docs/esferas8_issu_corrected/2?ff=true&e=11754102/60973889















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