Mátenlas, no valen nada

Algunas mujeres medimos mal, calculamos mal, esperamos que desde la infinitud del cielo hasta la tierra, donde se mezcla la sangre de quienes fueron violentadas y asesinadas con el polvo, todo se trate de salvarlas, de curarlas y cuidarlas. Pensamos mal, ponemos todos los huevos de un país en una sola gallina y sin duda somos ingenuas y hasta soñadoras. Pretendemos que se analicen los datos y se reparen los daños de una buena vez, que se tome en cuenta cada grito, cada uña partida suplicando a una pared que se abra y se convierta en libertad, que cada planta arrancada de raíz por dos manos desesperadas tengan respuesta y que cada madre tenga en sus brazos un consuelo, una evidencia, una muestra de algo que una vez tuvo vida.


Los consuelos son tan infinitos como ese cielo que imaginamos que todas miran pidiendo clemencia. Pueden ser huesos rotos, pedazos de tela podridos, aretes oxidados, dedos entumecidos, un ojo que lloró mucho antes de ser arrancado, una cadena que tuvo que romperse antes de estrangular, un zapato que cayó desesperado en una cuneta, un cordón cubierto de la sangre de algunos pies desnudos, un jean enterrado cerca de las orillas del río, una billetera con fotos alegres llenas de moho. Un consuelo, una parte del cuerpo, de la ropa, una señal de la talla y medidas que tenía ese día que no se sabía que no iba a regresar nunca más. De un cuerpo que fue acunado, mecido, mimado, alimentado con un amor que no tiene longitudes, ni esconde datos, que no calcula, que no puede distinguirse en tablas, ni puede ser achicado o diagramado con más o menos motivos ligados a estrategias o informes que vayan a ser “evaluados” en una mesa que nadie conoce. Un cuerpo que vino desnudo al pecho de una madre para sentir calor y refugio alguna vez.


El consuelo, lo conforme, lo resignado, es lo que sea que se le diga a la madre, a la hija, a la hermana, a la prima, a la abuela, a la tía, si es que se les dice un día, si es que encuentran esa parte o las razones del odio que las dejan invisibles, frías, grises, en la mitad de un campo donde las aves y los gusanos les velan sus sobras. Es un consuelo que les digan que tal vez murió a palazos o a madrazos, a puñetazos o a mordiscos, a latigazos o a patadas. Que quizás fue ahorcada, mutilada, tasajeada, molida, ahogada, destripada, atropellada o tirada a un precipicio sin nombre, sin pistas, sin registro.


Tal vez la violaron entre dos o entre muchos que hoy caminan libres por todo México, o puede ser que le introdujeran en su vagina palos, botellas, manos, penes, piedras, alambres, vidrios o quizás una bala estalló en pedazos su vientre. En la boca es probable que le metieran trapos, cuchillos, manos, dedos, pasto, tierra, kerosen, ácido y penes otra vez, siempre penes, esa parte de otros cuerpos que hace que unos defiendan a otros y miles hagan silencio. Puede que la empujaran gritando lo que las estadísticas confirman “que no vales nada”, o que la estallaran contra las paredes de la pequeña vida que lleva. Si la insultaron, la dolieron, la ultrajaron o le cortaron la lengua para que no hablara más, para que hiciera ya por fin silencio, es que le fue bien. Muda pero viva, para que sirva para las crías, la limpieza, los alimentos y los deseos de alguien.


Un silencio que ha permitido normalizar la tragedia ante todos, ante las autoridades que juraron defenderlas, las instituciones que prometieron prevenirlas, ante la protección que les han arrebatado, ante el estruendo que provoca en las jóvenes sentirse presas en sus propias calles y el pánico de una ciudadanía que mira y escucha atónita noticias que ya no lo son. Unos cuerpos que pocos buscan, unos documentos que pocos cotejan y sentencias que nadie persigue.


Ya no sabemos quiénes son los culpables, ya no identificamos quiénes son los responsables. Han ido borrando todo lo que quedaba de un camino que las víctimas y sus familiares tuvieron que iniciar y recorrer solos. Ellos palean la tierra, la esculcan, meten varillas de metal hasta el fondo para ver si con el olor a muerte pueden lograr un análisis de ADN que en alguna oficina les negarán, en otra burlarán y en la otra les cobrarán varias veces. Y ese silencio ha ido llenando los huecos enormes entre las mujeres y las autoridades, han servido de almacén para expedientes e investigaciones incendidadas.


Hoy se dice que el feminicidio se ha reducido y nos hubiera gustado ver, escuchar o leer en un país cada vez más violento con las mujeres a aquellas que se fotografiaron levantando los brazos en señal de lucha feminista alguna vez, pedir razones, interrumpir discursos, manifestar, colmar de gritos el aire desencajado de la violencia, con llanto, con preguntas, con ese dolor que dicen entender, con esa pasión que mostraron cuando pedían el voto para unas y otros. Hubiera sido un esfuerzo mínimo que exigieran conocer los motivos de esa reducción en los feminicidios, ¿cómo pudieron lograrlo? ¿En qué estados? ¿En cuáles Municipios? ¿Desde cuándo? ¿Con qué programas?, ¿A través de qué mecanismos de prevención y atención a la mujer? Me hubiera gustado que escribieran o comunicaran las mismas consignas que nos enseñaron en las marchas, que cantaran por la vida, la libertad y la alegría de todas y que dieran la espalda a los que callan, pero en estos tiempos algunas se comportan como ellos.


Silencio.

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