No hubo cumbre.

Te sientas en la butaca para ver el espectáculo. Así debe ser. Así recomendaban los tutores de análisis cinematográfico y mientras lo decían hacían ademanes y cruzaban las piernas  insinuando con cierta magia que la séptima fila siempre era la apropiada para ver una película y alucinaban o acertaban diciendo que por eso se le llamó el séptimo arte. Nunca averigüe si era cierto ese hermoso recuerdo que no sé si inventé o no olvido.

Me senté en la butaca para ver el estreno de la "Cumbre escarlata" en el muy anunciado Festival Internacional de Cine de Morelia de 2015.  

Esperé la obra del director que abría el festival, Guillermo del Toro, sin duda, uno de los mexicanos más talentosos dentro del cine mundial  que se caracteriza por la poesía a la monstruosidad del cine gótico moderno. 

Muchas veces solemos ver monumentos a la presunción colmados de ambición desmedida, de imágenes placenteras cuyo fin único son el ego, series repetidas de guiones mezclados con historias clásicas tan previsibles y discontinuas en su trayecto que da la sensación de que cada diez minutos uno va topando con una pared que limita la imaginación. Es el caso de la "Cumbre escarlata". Disparos de imágenes, tedio prepotente, eso sí, bien construido, con los detalles cuidados a pesar de la dictadura de un guión insalvable.

Una poesía a la imagen en el lugar común de las sugestiones hacia el incesto y una víctima encarcelada bajo efectos venenosos, un hombre débil y un personaje central  con problemas mentales que rige los destinos de todos sin argumentos que sustenten su personalidad más que la trillada suposición de una vida complicada en un ático oscuro donde los muñecos se mueven solos al compás de los ruidos, los objetos se toleran por el diseño escenográfico, los personajes se sostienen por los maquillajes y las telas que confeccionaron dedicados vestuaristas y que muy bien captaron las luces de los fotógrafos y las manos hábiles de los indispensables camarógrafos. 

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